domingo, 20 de junio de 2010
Intro de Pereira un 20 de mayo
Es como una galaxia. Bajo mis pies algo emergía, millones de estrellas alumbrando en sus lazos sanguíneos de globitos eléctricos. Millones llenando un cielo de urbe. Explosión de mapa, galaxia de boca gigante que succiona al pájaro.
Abajo todo era Ciudad de México. No imaginaba el enorme lago en la noche. Nocturno de lámparas y neones. Y atrás un viaje iniciado desde hace dos años en Pereira. Una fotografía del Zócalo que mi madre puede ver al iniciar la computadora en un edificio de la novena con 22. Un regalo de Luisa colgando en pared - hamaca de La Urbana: afiche rombo del Zócalo. Un día de agosto del 2009 celebrando con Molina y Wallace que pensó en el sur. Una fecha en enero del 2008 y el perro con ojos azules. Ahora abajo estaba Ciudad de México, el caos de la belleza, lo mínimo perdido en la inmensidad de su latente vida, como si en realidad respirara entre sus edificios, bufidos de postes de luz y rastros y rostros escondidos en el extraño silencio que representa el DF al caminarlo.
Ocho a.m. en Pereira. Cierta espera por lo incierto y dos días luego de agradecer la vida con diálogos y sonidos generosos (Haber tomado hasta lo último del aguardiente e intentar bailar. No hay cambio real en nosotros, seguimos siendo los mismos, un poco más temerarios pero menos indiscretos) de frente a madre despidiéndome y mejor salir rápido hacia el aeropuerto. ¿Como no sentir miedo si en diez horas mis pies pisaron lo imaginado, si mis ojos vieron lo anhelado?. Hay ciertas esperas dolorosas, en las despedidas lo son. Sea el momento de festividad, sea la ocasión de una risa de todos. Ver lo último que he visto de Pereira desde esas ventanas de la sala de abordaje quiebra algo adentro. No tocar más o escuchar u oír esa geografía insomne: bares, casas, días, cerveza, amigos, Gaitán, duele.
Y ahí aguardar sentado la salida de un avión directo a la capital. Cerca de una mujer colombogringa que mira sin conocer su otro país y por lo cual quiso hacerlo suyo en un año. Y viene un oficial de migración y con él la primera sensación de extranjero colombiano. “Pasaportes y destinos” Nos preguntan amablemente mientras salimos de la sala de abordaje, la colombogringa y yo, y somos dirigidos a una cámara de revisión anti drogas. “Pase por la banda eléctrica, no respire hasta terminar el circuito” No respiro. Está bien, puede bajarse. Recuerdo el consejo de tía Amparo, comer mucho en los aviones para no ser denominado mula (comí, tía) y otra vez, junto a la compañera de requisa, esperar.
Nueve a.m. Alzo vuelo y quedan atrás dibujados en una ventana tres de los amigos, cada uno en su forma natural, y mi hermana, mi tía, mi madre. Ahora la fotografía sobre nubes, sobre nubes pereiranas que veo por encima de sus cuerpos en holograma como soplidos cálidos llenando un pecho fenomenalmente inflado.
A las 10 a.m. Bogotá.
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