En el ensayo ‘El sueño de Coleridge’, Jorge Luis Borges reconstruye una anécdota que bien podría pasar advertida como el prodigio de un gran demiurgo: al poeta inglés Samuel Taylor Coleridge le fue deparado cada una de las palabras de su poema lírico Kubla Khan en un sueño de 1797 luego de quedar dormido y terminar una lectura sobre la edificación de un palacio por el emperador mogol del siglo XIII Kublai Khan (algunos dicen que fue inducido por el opio). Ese palacio, según cuenta Borges, había sido soñado por el monarca en forma de planos arquitectónicos y quedó guardado en su memoria.
Coleridge no conocía el origen onírico del palacio. Borges anota que algunos podrían argüir que el poeta no ignoraba la historia de Kublai Khan y para dar mayor elegancia a su poema, inventó la anécdota. Si fue así, Coleridge sabía que la historia en su devenir cargaría de una gran mística su intención.
Esta, tal vez, es la explicación más racional. Borges, en su ensayo, prefiere otras menos reales y harto sobrenaturales, llenas de magia y asombro. Quizá son las adecuadas para que el lector no sienta cierta frivolidad en el escrito al leerlo de nuevo conociendo ya la anécdota.
Otro caso es el de Julio Cortazar. En una entrevista otorgada a Soler Serrano en 1977, aquel español pretencioso que no oculta sus amplios conocimientos, Cortazar recuerda la aparición de uno de sus personajes más recordados por el lector, su evocación pareciera un ejemplo de creación inocente, típica de la niñez: "Yo estaba en París en 1952 creo, y fui a un concierto en el teatro de chanc ericé; había un gran homenaje a Igor Stravinsky, uno de los músicos que me ha marcado a lo largo de mi vida. Yo estaba muy conmovido viendo por primera vez a Stravinsky quien dirigía la orquesta. Vino el entreacto y todo mundo salió a tomar café, y yo estaba solo, y no tuve ganas de salir y me quedé solo en una de las localidades más baratas en ese inmenso teatro, entonces, de golpe, tuve un poco la sensación de que había en el aire personajes indefinibles, como una especie de globos que yo los veía de color verde, muy cómicos, muy divertidos y muy amigos que andaban por ahí, circulaban y su nombre era cronopios, se llamaban cronopios, venían así".
La anécdota de Cortazar realza lo que muchos han llamado inspiración. Digamos que es el estado en el cual, para bien del artista, el mundo confabula consigo mismo y se cree ver ya todo con claridad. Aparece, por un instante, el nombre real de dios y con él nace una voz interior, casi imposible de contener, que dice "aquí está lo que buscaba". Tal vez García Márquez tuvo tal sobresalto cuando inició la escritura de ‘Cien Años de Soledad’. Carlos Fuentes así lo recuerda: "Gabriel debía viajar dos veces al año para renovar su permiso de residencia —Kafka puro, les digo— y como tanto él como yo pasábamos por una temporada de aguda aerofobia —determinada, en mi caso, por la trágica muerte de Gaitán Durán en la Martinica—, íbamos por carretera a Acapulco, donde Gabo tomaba un vapor inglés de la P. and O. (homenaje sin duda a su admirado Somerset Maugham) y viajaba a Panamá, obtenía la visa y regresaba a México. Recuerdo estos viajes porque en uno de ellos Gabriel García Márquez se transformó. Lo miré y me asusté. ¿Qué había ocurrido? ¿Nos habíamos estrellado contra un implacable autobús de la línea México-Chilpancingo-Acapulco? ¿Nos habíamos derrumbado por los precipicios del Cañón del Zopilote? ¿Por qué irradiaba una beatitud improbable el rostro de Gabo? ¿Por qué le iluminaba la cabeza un halo propio de un santo? ¿Era culpa de los tacos de cachete y nenepil que comimos en una fonda de Tres Marías? Nada de esto: sin saberlo, yo había asistido al nacimiento de Cien años de soledad —ese instante de gracia, de iluminación, de acceso espiritual, en que todas las cosas del mundo se ordenan espiritual e intelectualmente y nos ordenan: «Aquí estoy. Así soy. Ahora escríbeme»".
Pero no sólo en el arte existe ese instante de comunión con el universo en el que cada partícula aparece de una forma clara y palpable, por decirlo de algún modo. La ciencia, a diferencia de lo que piensa el joven vehemente, y a pesar de la crítica frágil a su rigor sistémico y reservas del ímpetu emocional, donde el científico es visto como un tipo adusto, autero, frío y calculador, existe por la misma sensación que mueve al artista y que al igual que él busca conprender y comprenderse. La entrega no difiere, la soledad es un pacto con el diablo, la pasión es vivir por la obra, y aunque los lenguajes que utilizan sean diferentes, hay una forma de ver al mundo que implanta cierta irrealidad necesaria para no aceptar lo cotidiano, en su concepción más triste, y que los llena de asombro.
Una figura que lo demuestra es el químico alemán August Kekulé, quien descubrió la estructura de un componente del gas alumbrado, el benceno, en un sueño.
En una noche londinense de 1862 (imaginémosla con tienieblas y la sombra de Serlock Holmes en una pared de ladrillos, digno del siglo XIX) Kekulé, impacientado por la falta de claridad en su trabajo, decide dormir tras los intentos para dar con la respuesta de aquella arquitectura. De repente sueña con serpientes que se muerden la cola entre si y forman una especie de anillo. Esa imagen que le fue otorgada, se creería que por algún alquimista que sigue la búsqueda de la piedra filosofal pero que reconoce que no hay sitio para él y sus explicaciones mágicas en este mundo moderno, le propone al científico el diseño de la estructura anular del benceno, la conocida figurita que cualquier estudiante de bachillerato de 11 ha visto en un libro de química orgánica.
Alguna vez Kekulé reveló la causa onírica de su descubrimiento y dijo: "Aprendamos a soñar, caballeros, y así quizás conozcamos la verdad. Pero librémonos de publicar estos sueños antes de que hayan sido examinados por nuestra inteligencia despierta. Dejemos colgar la fruta hasta que esté madura. La fruta verde no es provechosa para quien la cultiva y hace daño a quien la toma".
La inspiración es una especie de trance con la poesía, en la que nos otorga por un momento, que llega a ser incalculable en tiempo y espacio, sus ojos (es hermoso que La Maga pareciera siempre estar en ese estado metafísico). Aunque hay un mensaje implícito en el regalo, y es que no existe un autor auténtico, quien ni siquiera importa, sólo lo perdurable es la obra.
Pero aún así, llegar a presenciar la claridad no es dado de manera instantánea, como se supondría por una involuntaria creencia a que el arte es un don por completo. Tal vez sea intrigante y asombroso, pero Kekulé trabajó toda su vida en la construcción de enlaces de carbono, García Márquez inició los primeros relatos de ‘Cien años de Soledad’ a los 17 años mientras escribía en Barranquilla y trataba de contar la historia de su pueblo en forma de vallenato, Cortazar buscaba el lenguaje de la poesía, que debe de ser sencillo, no por ello sin interés, en sus escritos y juegos literarios como las jintanjáforas y el cementerio de palabras y Rayuela, Coleridge había leído de manera continua sobre el emperador y su edificación, y Borges, quien revisaba de manera minuciosa cada palabra en su prosa, soñó un escrito que según él le fue dado por Kafka en el sueño y que solamente se dedicó a transcribirlo con la ayuda de María Kodama, sin cambiar siquiera una tilde por no ser de él. Tal vez sea un "estamos a mano" de Kafka, pues Borges fue uno de los primeros traductores de ‘La metamorfosis’ al español. El relato se titula ‘Un sueño’ y es de 1981:
"En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y tiene la forma de un círculo) hay una mesa de madera y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mi escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular…El poema no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben".
Pablo Picasso dijo "Cuando llegue la inspiración, que me encuentre trabajando". ¿Acaso un artista o científico no se pierde días y noches, olvidando hasta su vida, en su obra? ¿Acaso todo surge como un chispazo proveniente de la nada? El Génesis dice que a dios le tomó siete días la creación del mundo, y en ese promedio de tiempo, la divinidad imaginó, dudó y especuló sobre lo que debía ser y no ser.
lunes, 23 de junio de 2008
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